Benito ya había perdido la cuenta de cuándo ocurrió, es más, nunca pudo asegurarse de si el hecho fue real, lo soñó, o fue efecto de alguna droga. Lo único que no puso en discusión es lo atormentado que se había sentido luego de haber conversado consigo mismo, con Benito de la tercera edad. Pero no le atormentaba el encuentro en sí, ni tampoco la forma de pensar del viejo, o cómo se veía físicamente, ni cómo vestía. El problema no era para el joven descubrir si este evento es verídico o no, porque de alguna u otra forma, Benito lo vivió, y tenía grabado en la memoria lo que ocurrió, y no lo pudo dejar de pensar ni por un minuto. El miedo del joven de diecisiete era que estaba convencido de lo vivido, completamente sumergido en la desesperanzadora idea de que ya conoce su destino. Se había olvidado completamente de quién era él en ese momento, pues pase lo que pase, para Benito, su fin es el del viejo en su cabeza. He aquí el mayor problema: el viejo en su cabeza, no tiene ni los más mínimos gustos compartidos con el joven, no se parecen en lo absoluto. Esta es la idea que atormentaba a Benito, la que lo llevó al suicidio. El para algunos trágico final del joven estudiante, es para él una liberación. Como cuenta en su última carta, “No estén tristes, porque he tomado la mejor decisión. Lo he tenido que hacer. Para matarlo. Él ya no existe, y jamás llegará a existir, si no es en mi cabeza, que ya no piensa”.